jueves, 11 de diciembre de 2008

Martín Ramírez, cuadros vomitados sobre papel de embalar

Martín Ramírez es un pintor mexicano desconcertante, maldito a su pesar, jamás domesticado y pasto de amnesias colectivas. Fue un mártir involuntario del crac del 29 y un enfermo mental recluido durante tres décadas. Ramírez nació en Los Altos de Jalisco, México, en 1895. Campesino de origen indio, amante del trabajo en el monte, tenía mujer y cuatro hijos, una pequeña parcela y un caballo cuando emigró a Estados Unidos en 1925. Como un hijo del fatalista Corman McCarthy cruzó el tajo que separa México del vecino. Encontró irresistible la llamada de California, donde las historias de fortuna, las meretrices de los calendarios y el fulgor de Hollywood creaban mitología en vena. Allí trabajó en el ferrocarril, pero la quiebra de la bolsa neoyorquina de 1929 lo dejó en la calle.
Las noticias de la rebelión cristera, que arruinó a los suyos en Jalisco, contribuyeron a minarlo. Durante varios meses vagabundeó picoteando sobras y durmiendo al relente. Incapaz de chapurrear una palabra de inglés, lo devoró la enorme leprosería que sucedió al crac. Desorientado, lejos de su familia, fue detenido y enviado a un hospital, donde los doctores diagnosticaron sucesivamente esquizofrenia, depresión aguda, catatonia y psicosis. Salvo unaMar fugaz visita de un sobrino, que lo localizó años después, jamás volvió a saber de los suyos. Cuando el sobrino preguntó por qué no dejaba el psiquiátrico y regresaba a México, Ramírez respondió que ya había viajado suficiente, emplazándolo a reencontrarse durante el Juicio Final.
Durante el resto de su vida Martín Ramírez optó por no hablar. Recluido en el silencio, recorrió instituciones mentales y recaló en el Dewitt State Hospital, un psiquiátrico del norte de California. También comenzó a pintar. Tarmo Pasto, profesor de Psicología y Arte en la Universidad Estatal de Sacramento, quedó fascinado.
Intuyó la grandeza de aquella obra, repleta de simbolismo y trenes infinitos. Hasta entonces Ramírez había peleado para salvar los dibujos de los celadores, que convencidos de que estaban infectados con los bacilos de la tuberculosis, registraban la celda para destruirlos.
Texto de Julio Valdeón Blanco

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